Es un derivado de las vacas, los caballos y de las gallinas. Ni pechuga ni chuleta. No son huevos, y tampoco es leche. Un producto inimaginable, feo, pero feo, feo, y oloroso, que no huele a flores, precisamente. Pero, eso sí, es producto del esfuerzo diario de estos animales.
Un esfuerzo que tiene su recompensa, aunque ellos no la reciban, sino quienes lo comercializan, pues se vende a precio de oro. Mucho más caro que cualquier otro producto que venga de ellos, y sin crueldad animal de por medio. Un desperdicio, en suma, que no tiene desperdicio, y que además nunca fue tan bien aprovechado.
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